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Rutinas

Caminaba las calles a diario con una misión concreta. Ya no recordaba cuanto tiempo llevaba repartiendo amor pero sin duda era mucho. Le decía “te amo” a cualquier persona que se cruzase en su camino. Siempre el mismo recorrido, siempre a la misma hora. Eran “te amo” sinceros. De los que se dicen desde dentro. De los que se dicen con la boca y con los ojos. A mitad del día se sentaba a descansar. Siempre en el mismo banco, siempre en el mismo parque. Esperaba a que pasara la vendedora de maíz, le compraba una bolsita y el te amo de despedida venía siempre mientras rompía a duras penas la cinta azul adhesiva que precintaba el escaso puñado de granos amarillos. Alimentaba a los pájaros y mientras lo hacía dirigía su mirada a cada uno de ellos y pronunciaba las dos palabras que al instante se perdían entre los aleteos de las aves peleando por cada pepita dorada. El descanso terminaba cuando los pájaros, como sabiendo que el encorvado hombre debía continuar su misión, abandonaban el lugar al mismo tiempo dejando tras de sí un reguero y plumas y polvo. Sólo entonces se levantaba y continuaba su recorrido. Siempre a la misma hora, siempre las mismas calles. Los “te amo” brotaban de su boca a discreción mientras miraba a los rostros a los que iban dirigidos. La respuesta a las dos palabras era común. Siempre los mismos gestos serios, siempre la misma indiferencia. Al final del día, cuando regresaba a su pequeña habitación alquilada, el cable pelado que sujetaba la bombilla dejaba pasar la corriente dando al habitáculo un tono amarillento y rancio. Bajo ese tenue manto, como todas las noches calentaba un bote en un cazo y se sentaba a cenar en el borde de la cama. Siempre la misma sopa, siempre la misma sensación de soledad.


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